Postal de navidad

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José Jatuff
Colaborador

En la segunda guerra mundial Jean-Paul Sartre fue tomado prisionero y llevado al Stalag XII D, en Treveris (Alemania), donde pasa nueve meses. Durante el sometimiento tuvo que pasar la navidad de 1940 preso junto a algunos sacerdotes que lo alentaron a escribir una obra teatral que diera esperanza a sus compañeros de encierro. Nació así Barioná, el hijo del trueno, pequeña obra dramática, generalmente escamoteada por sus biógrafos, pero que produjo en su puesta en escena, según algunos documentos, una profunda conmoción. El ateo Sartre representó a Baltasar y dice de la obra: “El hecho de que haya tomado el tema de la mitología del cristianismo no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio.” El siguiente fragmento revela, creo, cómo es que la obra dejó a mil doscientos prisioneros de guerra “sin respiración”.

“Pero escuchad: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y os diré cómo los veo dentro de mí. La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su rostro es un estupor ansioso que sólo apareció una vez en un rostro humano. Puesto que el Cristo es su niño, la carne de su carne, y el fruto de su vientre. Lo llevó nueve meses y le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. Y en ciertos momentos la tentación es tan fuerte que se olvida de que es Dios. Lo envuelve en sus brazos y dice: ¡pequeño mío! Pero en otros momentos se queda estupefacta y piensa: Dios está ahí, y se siente presa de un horror religioso por este Dios mudo, por este niño aterrador. Puesto que todas las madres se sienten tan atraídas a veces frente a este fragmento rebelde de su carne que es su hijo y se sienten en el exilio frente a esta nueva vida que se hizo con su vida y que está poblada de pensamientos ajenos. Pero ningún niño fue arrebatado tan cruel y rápidamente de su madre, puesto que él es Dios y es más que todo lo que ella puede imaginar. Es una dura prueba para una madre sentir vergüenza de sí misma y de su condición humana frente a su hijo. Pero pienso que hay también otros momentos, rápidos y difíciles, en los que siente al mismo tiempo que el Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Lo mira y piensa: «Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí». Y ninguna mujer ha recibido de la suerte a su Dios para ella sola. Un Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive. En esos momentos pintaría yo a María, si fuera pintor, y trataría de dibujar la expresión de tierna audacia y de timidez con que acerca el dedo para tocar la dulce y pequeña piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe. Esto es todo sobre Jesús y sobre la Virgen María.
¿Y José? A José no le dibujaría. No mostraría más que una sombra en el fondo del pajar y dos ojos brillantes. Pues no sé qué decir de José, y José no sabe qué decir de sí mismo. Adora y es feliz de adorar y se siente un poco exiliado. Creo que sufre, sin confesárselo. Sufre porque ve lo mucho que la mujer a la que ama se parece a Dios, lo cerca que está de Dios. Pues Dios ha estallado como una bomba en la intimidad de esta familia. José y María están separados para siempre por este incendio de luz. Y toda la vida de José, imagino, será para aprender y aceptar. Mis queridos señores, esta es la Sagrada Familia.

Con gran sorpresa, mucho tiempo después, para dar clases, presté atención a la Adoración de los Pastores –conocida también como La Noche– que tiene todo el aspecto de ser la fuente de la escena sartreana.

Esta obra se encuentra desde el siglo XIX en Dresden. Los críticos dicen mucho sobre el cuadro: el nacimiento pintado de noche respetaría la fuente bíblica, los ángeles del ángulo superior izquierdo aparecen también en otras pinturas, la grotesca postura del pastor es motivo de cavilaciones, y la muchacha, que apenas puede mirar el resplandor del niño, emite un mensaje claro. También nos enteramos que en muchas natividades José no aparece, aquí lo vemos al fondo lidiando con un asno. Esto de “no saber qué decir de José” posee una extensa tradición pictórica. Este cuadro hipnotizó a muchos intelectuales, F. Schlegel, por nombrar solo uno, hace referencia a la luz, tal como lo hace Sartre, y dice que la luminiscencia del niño en el centro del cuadro –rodeada de ruinas clásicas– representa alegóricamente el nacimiento de un nuevo mundo. El cuadro y el texto se espejan. De seguro Sartre conoció la pintura, pero cuando nosotros lo advertimos, participamos un poquito de algunos de los hilos que tejen la belleza. Recuerdo a Dolina diciendo “…en la vida hay muy pocas buenas noticias, dos de ellas son el amor y el arte.” Ambas instancias se empeñan en mantener su tono invisible y potente. Quien ha extraviado dicha tonalidad, quien no se ahoga por dentro ante el amor o la belleza, lo ha perdido todo. De esa persona no se puede esperar ni generosidad ni compromiso alguno. ¿Qué sería de la política sin la percepción de esos rostros expectantes que demandan justicia?

«También nos enteramos que en muchas natividades José no aparece, aquí lo vemos al fondo lidiando con un asno»

El mundo humano con frecuencia es pura vanidad, solo una red de estrategias e hipocresía, pero hay un mundo que se aparta de ese mundo, en donde ciertas tonalidades se reflejan, crecen y traicionan la miseria. Una mirada de aceptación puede volvernos abundantes. La abundancia quiebra encierros. Una vez afuera, se hace más difícil repetir el odio. Este juego de espejos enfrenta el dolor y es tan extenso y potente como él. Cuando sus reflejos nos cruzan y vivimos la intimidad del amor y de la belleza, una turbación cristalina vidria nuestros ojos; y el entusiasmo, aunque sea por momentos, tuerce el equilibrio y se vuelve soberano.

                                              ¡Feliz Navidad!