En la adolescencia fuimos bastantes crueles, dimos rienda suelta al placer que nos provoca la burla y la humillación. Por cobardía gregaria actué mil veces ese papel, nunca con total impunidad. Había una práctica habitual en aquel Colegio Nacional Joaquín V. González al que fui. La institución está construida con el hoy famoso diseño del panóptico, todas las aulas pueden ser vistas desde un punto central del patio interior. Desde las galerías que corren por el frente de las aulas del primer y segundo piso se puede ver, a su vez, la mayor parte de este mismo patio. La práctica consistía en que uno se colocaba como banquito por detrás de alguien sin ser visto y otro, en complicidad, fingía una conversación y lo empujaba hacia atrás. El emboscado caía de espaldas a la vista de todos los estudiantes que en ese momento estaban en recreo y se producía una burla masiva y desaforada, que además era siempre la misma. El volumen de la burla subía paulatinamente reflejando una bronca oculta o un derroche de algo escondido y lamentable. El emboscado, alguien siempre frágil en algún sentido, era el chivo expiatorio que pagaba una tensión oculta que la broma pesada liberaba. Hoy arriesgaría que lo que se descargaba en el sacrificio era la frustración de estar en un lugar donde el centro era tan claro como la fuerza centrífuga que dominaba. El chivo recibía la humillación que venía del nervio intolerante y confiado de los acomodados, así como también la que venía del rencor de los marginados. Lo cierto es que cada vez que esto sucedía me espantaba, pero un día vi más de cerca a la víctima. La rosada vergüenza en el rostro del desgraciado que en el piso hacía que se reía para participar un poco de la crueldad y no ser solamente su objeto, me impresionó de tal manera que nunca pude borrar de mi memoria la patética mueca. En aquel momento pensé: “Pararme enfrente de la chica que me gusta me quiebra de vergüenza, lo que debe ser estar tirado boca arriba frente a los ojos de todo el colegio… este patio es una carnicería”.
«El volumen de la burla subía paulatinamente reflejando una bronca oculta o un derroche de algo escondido y lamentable»
La secundaria pasó, nunca fui el chivo, pero tampoco defendí a nadie.
Showmatch, un programa líder que marcó la agenda de parte de la comunicación dominante durante décadas terminó agonizado por falta de audiencia. Esto quiere decir que un amplio sector social perdió interés en lo que en el show televisivo se jugaba. Con lo cual uno podría preguntarse ¿De qué participábamos cuando seguíamos el programa? En definitiva, todos caímos alguna vez en la tentación. Por supuesto que, yendo al detalle, se pueden identificar muchos elementos, pero hay dos que aparecen con mayor intensidad: la burla y el hostigamiento sexual. La risa de la gente de barrio en el momento en el que se enteraba de que la destrucción de su automóvil (siempre barato) era una broma pesada, o la risa, a su vez, de toda esa gente que iba a “aparecer” para hacer el ridículo, me recuerdan a la del chivo expiatorio de mi antiguo colegio. En efecto, en el caso de estas performances, la dinámica era bastante macabra, se pagaba con humillación el momento de fama. En los concursos de bailes también encontramos algo análogo: un poco de ridículo, un poco de danza y una dosis diseñada de agresión y maltrato. El hostigamiento sexual también fue una nota dominante, desde las cámaras ocultas hasta los concursos de baile, ya sea de parte de los colaboradores o del conductor, estaba asegurado el acoso, de una u otra forma. Hay que recordarlo bien, una de las bromas era la de acechar a una mujer físicamente, como cuando se le aparecían seis o siete colaboradores desnudos y se le acercaban lentamente o como cuando el conductor, en vivo, obligaba a las participantes a dejarse cortar la pollera.
«En efecto, en el caso de estas performances, la dinámica era bastante macabra, se pagaba con humillación el momento de fama»
Nosotros los televidentes, ocupamos el lugar de los estudiantes en el recreo, por lo que no se trata tanto del programa como de nosotros mismos que, en tanto sociedad, pusimos tal espectáculo como instancia de diversión y disfrute. Porque lo que une a la burla y al hostigamiento es la violencia vuelta espectáculo, el deleite de la crueldad. Cabría preguntarnos ¿Por qué nos divirtió tanto participar de los peores aspectos de la condición humana?
«Porque lo que une a la burla y al hostigamiento es la violencia vuelta espectáculo, el deleite de la crueldad»
David Sibio[1] aborda el asunto mostrando dos grandes niveles. En una primera instancia muestra que la broma pesada le permite al ser humano ejercer su sadismo sin sufrir una sanción; en el caso del show, se obtiene, además, reconocimiento social y material. La fuente de tal reconocimiento sería la identificación del público con el bromista sádico. Y del otro lado, el humillado, con una risa cómplice o con un “Gracias Marcelo” participa del sadismo como puede. Esto es más complejo, pero de alguna forma queda sellado un pacto de crueldad semejante al que alguna vez señaló La Boétie: la cadena de tiranía se sostiene porque el pueblo sometido y sufriente apenas sale de su condición miserable, repite lo que le fue hecho, pero desde el lugar de pequeño tirano al que pudo ascender. Este pacto, se podría pensar, ayuda a consolidar el poder de los medios dominantes que educan y subyugan con la manzana prohibida que ofrecen. En un segundo nivel (histórico), señala un recorrido en el que muestra que la broma pesada era la forma en que la élite afirmaba a través del sadismo su posición superior sin sufrir sanciones. El “es una broma”, es la coartada. En la Argentina de fines del siglo xx, durante la década del noventa la broma pesada se expande a toda la sociedad a través de la televisión, se normaliza la crueldad y se la democratiza. Afirma que no es casual la proliferación de programas televisivos que usufructúan la crueldad en los noventa, momento de farandulización de la política donde el proyecto político-económico que continúo el camino abierto por la Dictadura de los setenta volvió con otro ropaje.
«En la Argentina de fines del siglo xx, durante la década del noventa la broma pesada se expande a toda la sociedad a través de la televisión, se normaliza la crueldad y se la democratiza»
En este marco uno podría preguntarse ¿Qué fue lo hizo que uno de los engranajes de este mecanismo deje de funcionar? Siempre se puede conjeturar que el programa no pudo adaptarse a las nuevas condiciones de comunicación y que siguió ofreciendo lo mismo a un público desperdigado en plataformas y redes sociales. Esto quizá, en alguna medida es acertado, pero creo que lo que hizo que se pierda interés en la propuesta fue también el conjunto de transformaciones culturales que en este periodo de la historia vinieron a plantear los feminismos. Es decir, hoy hay que estar verdaderamente ciego para no ver que en el programa se violentaba a las mujeres. Esto arroja un dato singular. La efectiva implementación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) estuvo motorizada por los colectivos feministas. Allí se planteó una relación política en donde, desde movimientos de base, se presionó sobre las instituciones y se las transformó. Creo que en la agonía de Showmatch vemos un caso, análogo y a la vez distinto, de los efectos que pueden provocar estos movimientos, es decir: la educación feminista que por distintos medios va adquiriendo nuestra sociedad, la deja alerta ante estos tipos de violencia. Con lo cual, es importante notar el poder pedagógico de los feminismos, poder que yendo más allá de lo sectorial nos sensibiliza sobre otros tipos de crueldades. En efecto, en mi hipótesis, llevó adelante una transformación cultural que hizo que se pierda el interés de un show hecho de crueldad. Si esto es así, tenemos una buena noticia que contar.
[1] David Sibio, “La bestia cruel: filosofía política, psicoanálisis y televisión” en Las humanidades, la filosofía y el presente, P. Hunziker, N. Lerussi, G. Suazo compiladoras, Buenos Aires, Ungs Ed., 2021, p.p. 247-257.