Hace casi dos años, era improbable que una propuesta como la de Javier Milei llegara a la presidencia de la nación. Ningún pronóstico lo predecía. Medía 15 puntos y nadie apostaba a que alguien que, al parecer, no estaba en sus totales cabales, rompiera ese techo. Bastaba con detenerse a observar, desprovisto de pasiones y prejuicios, para lograr entender que aquellos discursos de campaña, como propuesta electoral, eran prácticamente inviables. Pero ganó. Increíblemente, la idea de destruir el Estado, de insultar y de amenazar al adversario, propuesta por un panelista misógino y gritón, fue la que eligió la gente, tal vez desde una razón un tanto irracional, pero razón al fin, provocada por el justificado enojo con la política, intentando encontrar en un hombre sin pasado, una venganza o la esperanza.
Sin embargo, y pese a lo explícito de la situación, un sector importante de la dirigencia, ya sea por interés o por ingenuidad, fue detrás de las ideas autoritarias de Milei. Siguiendo la vieja lógica de un federalismo que supone que hay que llevarse bien con el centralismo para poder obtener los recursos para sus provincias, queriendo o sin querer, terminaron colaborando con lo inaplicable y lo inaceptable.

Así fue que firmaron el Pacto de Mayo y bancaron la Ley Bases que le permitieron al ex penalista, ahora presidente, destruir los pactos sociales y hacer un ajuste pocas veces visto, con un impacto social atroz. En ese contexto de cierta incertidumbre, solo dos gobernadores no cayeron en la trampa coyuntural del exitismo electoral: Axel Kicillof y Ricardo Quintela. Es más, fue el riojano el que, apenas el gobierno dio a conocer los primeros anuncios como los despidos en el Estado, la paralización de la obra pública, la devaluación y el desfinanciamiento de las provincias, reaccionó con decisión vehemencia.
“Los voy a fundir a todos”, decía el envalentonado muchacho de las tres camperas, los perros clonados y auto percibido enviado de Dios. Quintela no podía creerlo, ni siquiera entenderlo, pero rápido de reflejos, sin muchas esperanzas más que aquellas de plantar una posición política valiente, lo denunció sin titubear ante la Corte Suprema. Desde ese momento, no paró de confrontarlo, en lo político, en lo institucional y en lo mediático.
En política, el pragmatismo maquiavélico es una herramienta válida, pero solo cuando se la utiliza para tomar decisiones poco gustosas y simpáticas desde lo ideológico, que hacen a la construcción de poder y a la adaptación de las circunstancias con el fin de lograr un objetivo en beneficio de la gestión y de la gente. Lo complicado es cuando lo acomodaticio deja de ser una estrategia y se vuelve parte de la identidad. Entonces, esos dirigentes, fracasan, porque, en el fondo, la gente no sabe lo que piensan. Ahí radica el problema.
En Argentina hay muy pocos políticos que lograron proteger el eje del pensamiento que les permitió llegar a lo más alto. Cristina, por ejemplo, es una de ellas. Acertada o equivocada, siempre practicó el mismo ideario, sin temor a morir o a ir presa, como lo está ahora. Kicillof es otro. Gestionó desde el contraste de su gobierno, una oposición que terminó demostrándole a Milei que se puede ser eficiente, pero con la gente adentro. Y también lo es Quintela, que, gobernando una provincia pobre por naturaleza, geografía y densidad poblacional, antes que someterse, eligió sostener su esencia, algo que, con el paso del tiempo, siempre se pasa a cobrar con lealtad popular y reconocimiento. Lo hizo protegiendo a su gente, amortiguando la brutalidad del ajuste, manteniendo la tarifa de luz más baja del país y, recientemente, protegiendo institucionalmente a los discapacitados riojanos, por ejemplo.
Las elecciones en la Provincia de Buenos Aires fueron un desahogo. Fue ponerle un límite a Milei, a sus políticas inhumanas e insostenibles. También, a la angustia colectiva y cotidiana. Volvieron a la calle la alegría, las banderas argentinas y la música que identifica la comunión popular y lo más humanos de nosotros. Hacía falta. Más que un triunfo del peronismo, fue la reivindicación del Garrahan, de los jubilados golpeados, de los discapacitados perseguidos y robados, de los científicos y universitarios.
Fue también, la recompensa para aquellos que la vieron, cuando Milei los acusaba de no verla. Por experiencia y por intuición. Por entender las demandas y los dolores de sus pueblos, más allá de las urgencias.
Punto para Quintela.




