Pergolini y la saga del emprendedor desmemoriado

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José Jatuff
Colaborador

Las apariciones de Mario Pergolini parecen no tener fin. Justo cuando había abandonado la televisión por considerarla un medio de comunicación superado, volvió a ella, no como presentador y productor, sino en el rol de formador de opinión. Quizá no sea exagerado decir que estos popes, cuando han acumulado experiencia y años, no se resisten a la gerontocrática inclinación de decir cómo son las cosas. Irónicamente, Gerardo Sofovich, uno de los antagonistas mediáticos que el mismo Pergolini creó, se dedicó a esto mismo sus últimos años de aire.  En una de las tantas entrevistas que dio (la entrevista parece ser su nuevo formato), le dijo a Luis Novaresio que este país era inviable, que nadie toma las decisiones que hay que tomar para resolver problemas que arrastramos desde hace 70 años y que no se iba porque no era fácil, sin embargo, alentaba en tal dirección a sus hijos[1]. Su denuncia de inviabilidad y su demanda se encuentran ideológicamente a tono. Si uno sigue la entrevista, subyace el trillado discurso de que el Estado y la política que lo encarna no dan garantías ni espacio para el desarrollo económico. Ya Spencer, en el siglo XIX, afirmaba que los Estados eran un límite para la evolución humana que encontraba su camino en el libre comercio. Pero el filósofo tuvo la decencia de morir mucho antes de que varios de los distintos avatares del libre mercado generen la concentración de riqueza y la injusticia que hoy nos es familiar. A pesar de ello, el discurso “emprendedor” se repite como si no tuviésemos historia. Y cuando digo historia, ni siquiera apelo a la historia del siglo XX y XXI, sino, apenas, a un poco de memoria. Mario Pergolini no sólo trabajó y se hizo millonario en las condiciones sociales que deplora, sino que parte de esa riqueza la acumuló a través de acuerdos con el Estado nacional y sus actores. Pero gracias a una suerte de amnesia, un día se levanta, quiere “emprender” una “iniciativa” “privada” y se da con que no es posible en las condiciones efectivas de su país.

«Mario Pergolini no sólo trabajó y se hizo millonario en las condiciones sociales que deplora, sino que parte de esa riqueza la acumuló a través de acuerdos con el Estado nacional y sus actores».

La verdad es que, para nosotros los riojanos, Mario Pergolini es una figura en la pantalla y tiene la misma realidad que un dibujito animado. Si esto que se señala aquí es importante, es porque se advierte de un modo muy parecido en parte de nuestro empresariado.

Uno podría sostener la siguiente premisa: las mayores riquezas empresariales en La Rioja provienen, en gran medida, de negocios hechos con el Estado. Con lo cual, quien desea amasar fortuna busca con tenacidad generar esa relación. Ahora, ni bien se hace rico, empieza a “pergolinear”. Es decir, olvida el modo específico en el que lo logró y encuentra que los resortes estatales le impiden su desarrollo. Esto trae aparejado, inmediatamente, toda la perorata señalada. Sobra aclarar que en cuestiones como estas nunca se habla de todos, sino de rasgos que se repiten y generan una tendencia. La pregunta es ¿A qué responde este doblez que presupone el desconocimiento de la propia historia?

Al contarle esto a un amigo, mientras comíamos en la Pizzería El Rey, arrojó una hipótesis atendible: la voluntad de acumulación no tiene límites, mientras el Estado sirve usa de él, pero como siempre se quiere más se empiezan a demandar otras reglas, tanto de hecho como de derecho. Transformar el Estado y cambiar a los políticos se vuelve una necesidad. Pero también se agrega otra dimensión. Entiendo que el empresario que llega a un alto grado de autonomía y libertad de decisión por estar parado sobre un copioso patrimonio es seducido por una narrativa que le devuelve un tipo de imagen y un lugar en el mundo.

«La voluntad de acumulación no tiene límites, mientras el Estado sirve usa de él, pero como siempre se quiere más se empiezan a demandar otras reglas, tanto de hecho como de derecho».

El economista Joseph A. Schumpeter (1883-1950) piensa que el sistema capitalista depende fundamentalmente de la acción del individuo emprendedor, quien da vida a productos y servicios que otras personas no han imaginado. A través de tal “innovación”, no solo logra la acumulación, sino que transforma la economía y, por ello, la sociedad. Es quien rompe las reglas, la suya es una “destrucción creativa”. Estimo que el héroe de esta épica cala hondo en la subjetividad empresarial porque le otorga un retrato de gran relevancia sobre su puesto en la historia ¡Su iniciativa personal cambia el mundo! Pero tal empresario, para poder encajar en esa elogiosa saga, necesita perder la memoria. Necesita olvidar los acuerdos que trabó, las sociedades explícitas e implícitas que constituyó, las prácticas y los usos que conoció y reprodujo para cumplir sus objetivos. Nos constituimos en relación con nuestro pasado, si elegimos escamotearlo para adecuarnos a una versión autosatisfecha, pedaleamos en falso, afirmamos cosas que sencillamente no son reales. Mil veces escuché decir “a la plata la hice solo, laburando”, ni una sola escuché: “a la plata la hice vendiéndole al Estado”.