¿Cómo se reconstruye una sociedad que carga con heridas imborrables? ¿Qué sentido tiene recuperar el pasado cuando duele? En esta nota, exploramos cómo la memoria —lejos de ser un lujo— es una tarea urgente para vivir con dignidad el presente.
En uno de sus libros, Paul Ricoeur dice que en un lugar escogido de la biblioteca de la abadía de Wiblingen, fundada en 1093, se alza una escultura barroca que representa la doble figura de la historia. Delante, Cronos, el dios alado. Es un anciano con la frente ceñida; su mano izquierda sujeta un gran libro del que la mano derecha intenta arrancar o girar una hoja. Detrás, y en posición dominante, la historia misma. Su mirada es seria, su mano izquierda detiene el gesto del dios, mientras que la derecha exhibe los instrumentos de la historia: el libro, el tintero y el estilete.

No es fácil encontrar imágenes de esta escultura; sin embargo, en el sitio web de la abadía encontramos una muy buena fotografía panorámica de la biblioteca, en donde claramente se observa que el tiempo –Cronos– quiere avanzar, pasar o cortar la hoja, mientras la historia, por encima de él, lo detiene.
La carga simbólica de la estatua nos despierta un conjunto importante de interrogantes, de entre los cuales, por ahora, quisiéramos explicitar dos: ¿Cuál es el modo, la manera o el camino en el que debemos recuperar el pasado? y ¿Cuál es el fin, la utilidad o el sentido de dicha recuperación histórica? Tales preguntas pueden obtener una respuesta tentativa abordando un capítulo de esta problemática que tiene como protagonistas dos propuestas que poseen, a su vez, una relación histórica. Estas son la del pensador y literato R. W. Emerson y la del joven Nietzsche (quien es atento lector de Emerson). El primero publica su ensayo “Historia” en Ensayos I en 1841, y el segundo publica su Segunda consideración intempestiva: De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida en 1874.
Desde lugares distintos, ambos reaccionan contra el positivismo histórico que está haciendo, por aquella época, su entrada triunfal y sostienen que la praxis histórica acumula más datos de los que puede asimilar un sujeto, una cultura o un pueblo. La preocupación de fondo que los mueve es la de brindarle un sentido a la recuperación histórica del pasado. El hecho histórico, dice Emerson, “debe corresponderse con algo en mí para ser creíble o inteligible. Al leer, debemos convertirnos en griegos, romanos, turcos, sacerdote y rey, mártir y verdugo, debemos ajustar estas imágenes a una realidad de nuestra experiencia secreta o no aprenderemos nada correctamente”. Mediante este tipo de interpretación se nos revela la naturaleza de las cosas; en otras palabras, solo cuando revivimos en nosotros el pasado comprendemos que sus leyes secretas y las nuestras son las mismas. La historia se vuelve subjetiva, es verdaderamente bio-grafía. En esta apuesta hacer historia es comprenderla desde una operación de autoconocimiento que permite una congenialidad entre el pasado y la experiencia vital presente.

A su vez Nietzsche comienza su libro sobre la historia con una cita de Goethe que dice así: “Por lo demás, me es odioso todo aquello que únicamente me instruye, pero sin acrecentar o vivificar de inmediato mi actividad”. El filósofo sostiene que la historia en particular y el conocimiento en general no puede ser un artículo de lujo, sino que tiene que servir a la vida y que el historicismo (o positivismo histórico) al plantear una separación de la dimensión subjetiva de los interrogantes, deprime la acción y la vida. En sus palabras: “Existe un grado de insomnio, de rumia, de sentido histórico, en el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de una cultura”. Se debe aclarar que en el segundo prefacio su obra Humano demasiado humano va a criticar esta tesis y que, a su vez, no se trata de negar la historia sino de algo distinto, de la construcción de una filosofía de la memoria que advierte que es posible vivir sin recordar, pero imposible hacerlo sin olvidar. En efecto, un trauma psíquico es un recuerdo inevitable. Ahora bien, para saber cuál es el límite, es decir cuanto del pasado debe olvidarse habría que saber con exactitud cuanta es la “fuerza plástica” de un individuo, de un pueblo o de una cultura. Fuerza para crecer, transformar y asimilar, para cicatrizar heridas, para reparar perdidas, para rehacer las formas destruidas. La serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porvenir dependen, nos dice, de saber cuándo es necesario recordar y cuando, por el contrario, es fundamental olvidar. Su tesis es: “Lo histórico y lo ahistórico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas”.

Lo que resulta claro es que las experiencias que no se pueden olvidar son las que hay que reelaborar porque de lo contrario, al volver como fantasmas amenazantes, no nos permiten vivir en el presente. En efecto, alguien como Freud preocupado tanto por la historia estructural de la conformación de la personalidad como por los traumas singulares de los individuos, puso ahí el foco de su interés por que vio en tal regreso a la propia historia la posibilidad de vivir un presente pleno.

Volviendo a la dimensión de un pueblo es pertinente preguntarnos ¿Qué posibilidades de vivir el presente tiene la sociedad argentina cuando en su historia habitan horrorosos crímenes de lesa humanidad? La herida quedará por siempre abierta como debe ser, porque hay males que son insuperables, sin embargo, hay que tramitarlos de alguna manera. Lo que sí es seguro es que la “provocación” en el marco de una supuesta “batalla cultural” solo traumatiza el trauma. Reconstruirnos no es tarea de cínicos.
