El sacrificio fascista como tramitación de la desigualdad

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José Jatuff
Colaborador

El ensayista holandés Rob Riemen, autor del texto Nobleza de espíritu. Un ideal olvidado, insiste en la idea de que el retorno del fascismo se encuentra vinculado a una crisis cultural global en la que se da una especie de trueque a gran escala, donde se intercambia la cultura del humanismo por el entretenimiento. Lo que él llama la cultura del humanismo responde tentativamente a las preguntas acuciantes de la existencia individual y colectiva, pero en la actualidad, es reemplazada por el entretenimiento y las pseudoculturas, cuyos límites entre sí son difusos. La condición digital acelera este proceso; hoy, nos dice, nos encontramos navegando entre diversas apelaciones a la sexualidad, a la felicidad, a la utilidad, a la fama, a la riqueza, etc. Es decir, donde antes había una serie de significados que constituían una brújula, hoy encontramos información variada y seductora que nos tironea y fragmenta. Esto produce lo que él denomina estupidez organizada. Un tipo de estupidez administrada por diversos mecanismos de captura de la subjetividad que son operados por ciertos poderes o élites. Esto trae como consecuencia un olvido de la historia que nos hace recaer una y otra vez en líderes mesiánicos y propuestas fascistas que vienen a formular una redención milagrosa de los conflictos sociales. Riemen sostiene que “el poder y las élites nos quieren estúpidos”. Vivimos una crisis cultural, su propuesta es volver a la tradición humanista, esto es, a las humanidades como cuidado del mundo.

Aunque podemos compartir parte del análisis –sobre todo lo vinculado a su idea de que el cultivarnos nos orienta y el entretenimiento, como única actividad, nos extravía– falta profundizar en una dimensión que ha sido señalada en diversas fuentes pero que retomamos, en esta ocasión, a partir de Daniel Feierstein, quien en La construcción del enano fascista se pregunta si es viable hablar de fascismo hoy en la Argentina y sostiene que si, si el facismo es entendido como práctica social, como un tipo de gobierno sobre lo humano que involucra a un amplio sector social en la persecución de algún sector que se ha constituido en un chivo expiatorio. El nazismo resulta ser el ejemplo paradigmático.

En términos conceptuales su lectura histórica señala que estas prácticas sociales se suelen relacionar con el contexto de frustraciones socioeconómicas que se derivan de las recurrentes crisis del capitalismo y de una redistribución regresiva del ingreso. El fascismo, como práctica social busca saldar estas frustraciones proyectando la culpa en alguna identidad grupal. Se trata de un desplazamiento desde la responsabilidad hacia la culpa. Los sectores dominantes que refuerzan la dinámica del capital que genera la pauperización de amplios sectores sociales se ven eximidos de su responsabilidad por el sacrificio que se realiza de alguna minoría (judíos, inmigrantes, planeros). Con lo cual, el retorno del fascismo tiene que ver con una crisis cultural que se encuentra en relación con frustraciones socioeconómicas estructurales. Este es un fenómeno global y local al mismo tiempo. Muchas veces se ha dicho que en los gobiernos de Macri y Fernández –teniendo en cuenta el poder de compra frente a la inflación y haciendo la correspondiente diferencia en términos simbólicos– el patrón distributivo del ingreso fue regresivo, lo que alimentó una aguda desesperanza que tuvo su válvula en Milei. Otros analistas insisten en que amplios sectores sociales viven esta desesperanza desde mucho antes. En términos esquemáticos, se cumple lo que señala Feierstein, los responsables no son los sectores favorecidos por el diseño de política económica de aquellos gobiernos, sino que la culpa la tiene “la casta” y los “planeros”. En el imaginario de quienes piensan desde estas categorías son estos grupos los que propician la crisis. La amplitud semántica de estos términos es inmensa pero no contiene a los sectores concentrados de nuestra economía.

Decimos que el fenómeno es global y local. En unas breves líneas queremos recordar algo que todos sabemos pero que vale repetir. El economista Bernardo Lischinsky en la revista Voces del Fénix nos brinda algunos datos que podrían darle cuerpo a nuestro desarrollo. Nos dice que la distribución desigual del ingreso y la riqueza constituye un entramado de interconexiones que se potencian circularmente. Cuanto menor es el ingreso de los trabajadores, mayor será el crecimiento del capital y viceversa. Esto es un dato archiconocido, así como también que existieron y existen gobiernos que se identifican con los trabajadores y buscan mejorar de manera más equitativa la distribución del ingreso y la riqueza, y gobiernos que se identifican con el capital, por lo que orientan la distribución hacia los que más ganan (ingresos) y más tienen (riqueza). Esto tiene su traducción en números, según datos de Oxfam de 2016: El 1 por ciento más rico de la población del mundo posee más riqueza que el 99 por ciento de los habitantes del planeta. La riqueza de las 62 personas más ricas del mundo aumentó de 2010 a 2015 en un 45%. Poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial, 3.600 millones de personas. Las 62 personas más ricas del mundo aumentaron su riqueza en 542.000 millones de dólares, mientras que la mitad más pobre perdió 1 millón de millones de dólares entre 2010 y 2015. En este periodo la población más pobre ha recibido solo el 1% del aumento de la riqueza en el mundo. En paraísos fiscales los más ricos del mundo poseen 7.600.000 millones de dólares, esta cifra es más de 15 veces mayor que el PIB de la Argentina de un año.

Al parecer en la pulsión de acumulación puede cifrarse el retorno del fascismo como práctica social que construyen el mecanismo sacrificial para canalizar la inmensa frustración que genera la calamidad de un ingreso regresivo frente al espectáculo de un crecimiento sideral de la riqueza. Esta mecánica sacrificial tiene, como sabemos, una procedencia antigua. En el marco de su filosofía de la historia Mircea Eliade nos dice que el ser humano arcaico soportaba de la misma forma y como si fuesen de la misma naturaleza los cataclismos naturales, los desastres militares y las injusticias sociales. Los efectos de estas “catástrofes y calamidades” se encuentran provistos de sentido dado que responden a un orden cuyo valor indiscutible proviene del arquetipo. Este arquetipo es, en su hipótesis, una estructura profunda presente en la psique humana y constituye un modelo que se encuentra en el origen y regula todas las cosas. El ser humano para vincularse con el orden arquetípico posee rituales entre los cuales se encuentra el del sacrificio. Los diversos sacrificios poseen su significación particular según su contexto ritual, pero son modos de vinculación con el arquetipo que, en términos generales, buscan restituir un orden que está en riesgo o, saldar alguna ofensa, en todos los casos se trata de darle algún tipo de solución a un desajuste de orden general que incluye a un pueblo o a toda la humanidad. En el marco de esta hipótesis, Eliade se detiene en Abrahán. Su intención es mostrar la especificidad de su sacrificio como experiencia religiosa que inaugura el elemento de la fe, pero a nosotros lo que nos interesa es el marco general sacrificial en donde se inscribe. Eliade sostiene que, desde el punto de vista formal, el sacrificio de Abrahan no es más que el sacrificio del primogénito, uso frecuente en aquel mundo semita en el que se desarrollan los hebreos hasta la época de los profetas. El primer hijo es, a menudo, considerado como propiedad del dios; en efecto, en todo el Oriente arcaico, las jóvenes tienen la costumbre de pasar una noche en el templo y así son fecundadas por el dios (por su representante, el sacerdote, o por su enviado, el “extranjero”). Mediante el sacrificio de ese primer hijo se devolvía a la divinidad lo que le pertenecía. La sangre joven aumentaba así la energía consumida del dios porque las divinidades de la fertilidad agotaban su propia substancia en el esfuerzo desplegado para sostener al mundo y asegurar su opulencia, tenían, por lo tanto, necesidad de ser regeneradas periódicamente. Para todo el mundo paleo semítico, semejante sacrificio era una costumbre perfectamente inteligible. Adorno y Horkheimer sostienen que la historia de la civilización es la historia de la introversión del sacrificio. Lo cierto es que por nuestra condición cultural conocemos bien la transacción del sacrificio individual que guarda analogía con el paleo semítico por lo menos en dos aspectos, su fin es lograr algo que está más allá de nuestras posibilidades pragmáticas e intenta, a su vez, suturar una falla o lograr un favor. Entre el mundo semita pre abrahámico y nosotros hay una distancia histórica enorme, sin embargo, mucho de nosotros conocemos y practicamos el sacrificio ritual, aunque sea, en silencio. Sin embargo, nosotros sabemos que un desastre natural y una inmensa injusticia tienen causas distintas y no es una buena idea recurrir a un mecanismo sacrificial para resolver un problema político. La frustración y la pobreza se vincula a la desigualdad estructural, uno puede preguntarse qué fuerza tiene la política para corregirla, pero no la va a solucionar el autosacrificio de las amplias mayorías o el sacrificio de grupos que operan como chivos expiatorios.